Le entregué a Dios lo que era más amado para mí, lo que representaba mi mayor amor e ilusión en la vida: mi familia…
Margarita Hernández Ruíz
Aunque mi familia no era muy religiosa, mis primeros años estuvieron marcados por un gran amor a María y al Rosario, el que aprendí a rezar cuando tenía 6 años. Era frecuente en mi vida la participación en el ofrecimiento de flores y la asistencia a Misa los domingos. Salí del Colegio de religiosas cuando estaba en cuarto grado y concluí la primaria en una escuela oficial. En estas escuelas cursé la secundaria y finalmente la preparatoria en la escuela de la universidad.
Todo este tiempo fue un alejarme de aquellos valores que yo había recibido cuando niña. Mi adolescencia siempre estuvo marcada por un gran deseo de estudiar para superarme. Considero que mi adolescencia fue tranquila y con mucha responsabilidad. Por ser la mayor de las mujeres, de mí se demandaba más ayuda en las labores domésticas.
Mi familia no era muy integrada. Mi padre era alcohólico y esto causaba muchos problemas familiares, que se acentuaban a medida que nosotros íbamos creciendo. Para mí la escuela era mi mundo. Como tantas otras personas, para evitar los problemas yo buscaba en la superación personal la felicidad que no encontraba. Eran frecuentes en mí las depresiones por no poder solucionar los problemas de mi casa. En todo esto Dios no estaba en mi vida. Era una católica dominguera de muy de vez en cuando y solo por necesidad.
Cuando estaba cursando el segundo año de la carrera de Licenciatura en Enfermería el papá de una amiga me invitó a participar en la celebración de la Vigilia Pascual. Era la Vigilia que realizaba la Renovación Carismática en el auditorio Miguel Barragán. Su intención era que su hija asistiera y el gancho era yo, su mejor amiga.
Tenía 19 años y viví verdaderamente la experiencia de encontrarme con un Jesús vivo. Esto cambió mi vida totalmente. Era la Pascua de 1983. Después de esta celebración yo no era ya la misma. Mi vida tenía un nuevo sentido. Se despertó en mí un gran deseo de estar cerca de Dios y de conocerlo. Empecé a asistir a las Misas de jóvenes que se celebraban en un local de la Comunidad Nueva Alianza en la Calle Arista. Así permanecí un año.
Mi deseo de conocer a Dios iba creciendo. Por aquel entonces me regalaron mi primera Biblia y fue para mí otro momento fuerte de encuentro con Dios. Experimenté una verdadera hambre de leer su Palabra. Muchas noches me quedé leyéndola hasta muy tarde. Durante todo este tiempo me mantuve sola sin saber que podía ingresar a los grupos juveniles.
Fue hasta 1985 que ingresé a un grupo juvenil del Sector Sur donde continué mi crecimiento. En 1986 fui invitada a formar parte de la Comunidad Nueva Alianza. Allí permanecí hasta ingresar al Instituto Discípulas de Jesús el 4 de Noviembre de 1989.
Terminé mi carrera en julio de 1987 y en agosto del mismo año me titulé ingresando a trabajar en la Escuela de Enfermería como maestra de medio tiempo. También empecé a trabajar en el Hospital Central, donde yo había realizado mi servicio social como enfermera. Después de cinco meses pasé a la jefatura de enfermería para desempeñarme como supervisora. Mi vida en la Comunidad era activa. Servía como asesora de un grupo de jóvenes mujeres y como miembro del equipo pastoral. Entonces fue cuando experimenté el llamado del Señor a la vida consagrada.
Siempre había pensado casarme, pero después de mi experiencia en la vida cristiana, deseaba casarme con un hombre cristiano que amara mucho a Dios. Pensaba que de no encontrarlo prefería no casarme y quedarme soltera pero con el Señor. No quería casarme con un hombre que no me dejara seguir a Jesús. Esta era la experiencia que tenía con mi papá, quien frecuentemente me negaba los permisos para retiros, para asistir al grupo o a las convivencias del mismo.
Fue precisamente en un retiro de Semana Santa en una casa de campo del seminario de San Luis Potosí -que por cierto se llama «Terremoto»- donde un miércoles santo el Señor hizo en mí un terremoto también. En una experiencia de oración sentí la voz del Señor en mi interior.
Era un tiempo de oración para concluir el retiro de jóvenes que habíamos tenido. La Madre Isabel estaba dirigiendo ese tiempo de oración. Ella nos decía que el Señor nos invitaba a ayudarle a llegar a otros, que necesitaba manos para alcanzar a otros, pies para que le llevaran por otros caminos, labios para que hablaran de su amor a los hombres. Mientras nos compartía esto, yo empecé a experimentar que Dios me dirigía estas palabras. En el momento de silencio que siguió, experimenté su voz que me decía: «¿Y tú qué me dices?» Fue tan clara esta pregunta que abrí los ojos para mirar el Cristo que estaba al centro de la pequeña capilla.
Sentí su llamado a dejar todo. Yo sentía que lo amaba y que deseaba responderle, pero a la vez experimentaba el miedo y el deseo de cumplir muchos planes y anhelos humanos que yo tenía. Recuerdo que empecé a regatear con el Señor, a decirle que quería seguirlo pero que mi carrera que yo tanto amaba estaba empezando. Tenía planes de hacer alguna maestría como ya estaba propuesta en la universidad. Experimenté su voz que me decía que Él me había dado mi carrera, y empecé a recordar cómo favoreció tantas cosas para que yo pudiera terminarla. Solo me quedó reconocer que era cierto y decir: «Sí Señor, te la entrego».
Pero inmediatamente salió otra gran barrera: ¡Mi trabajo! Comencé a regatear también esto, a decirle de todos los planes que había en la jefatura de enfermería y de los deseos que tenía de ayudar a que se realizaran. Realmente me sentía tan indispensable que pensaba convencer a Dios con estos argumentos, como diciendo: «No puedo ayudarte porque tengo algo importante que hacer».
Pero me bastó escuchar al Señor decirme: «¡Tu trabajo yo te lo di, y te di dos!» Era cierto. Mientras todas mis compañeras habían andado como locas metiendo solicitudes a cada institución de salud, a mí el Señor me había dado dos trabajos muy buenos y sin mucho esfuerzo. Es que me habían pedido de la escuela de enfermería donde estudié que me quedara a trabajar como maestra. Y en el hospital también me pidieron que me quedara a trabajar, y a los dos meses ya tenía ahí mi base. ¿Cómo decirle al Señor que no? Nuevamente sentí el deseo de renunciar y decirle: «Sí Señor, también renuncio a mi trabajo, y a todos mis demás proyectos».
Pero de pronto surgió algo que sentí que era más que un argumento. Era el hecho de dejar a mi familia. Por ser de las mayores y la única con carrera profesional, yo aportaba al sustento de mi casa casi en un 90% del total. Había serios problemas económicos en casa. Muchas veces mi gran sueño fue ayudar a que mis hermanos, los menores sobre todo, pudieran realizar una carrera profesional. Y estaba dispuesta a no casarme para alcanzar este ideal.
Por tanto, el que Dios me pidiera que los dejara, para mí significaba casi dejarlos en la calle y renunciar a que mis hermanos pudieran tener esta oportunidad. Porque no había otros medios para conseguirlo. Esto me hizo decirle a Dios: «Ahora sí… ¡No Señor! ¡No puedo dejar a mi familia!»
Muchas veces olvidamos que nosotros no somos los redentores, que solo Dios es indispensable. Eso no lo entendí desde este momento. Yo sentía que el Señor no podía pedirme que los dejara pues eso para mí era injusto.
Pero el Señor me dijo: «¿Y si te murieras ahorita?» Sentí un gran miedo y le respondí a Dios: «¡No, no puedes hacerme eso!» Ante esta realidad me di cuenta de que yo tenía un gran apego a mi familia, que yo estaba ocupando el lugar de Dios (porque muchas veces ellos buscaban más mi apoyo que al Señor mismo). Yo quería solucionarles todo y muchas veces le había estorbado a Dios, ya que antes de decir su nombre mi familia decía el mío.
Empecé a llorar sin poder detenerme. El Señor me seguía hablando de una manera dulce como en todo momento y me decía: «¡Tu familia no te necesita a ti. Tu familia me necesita a Mí! Y si tú te murieras ahorita yo los sacaría adelante contigo o sin ti… Porque ellos dependen de Mí y yo los amo». Con estas palabras entendí finalmente que no tenía nada que temer porque Dios era el Padre que mi familia necesitaba. Él los amaba más que yo y Él sabía cómo hacerlos felices, cosa que yo no podía.
Yo estaba llorando más que nunca, pero ya no sentía angustia, ni temor sino paz. Le estaba entregando a Dios lo que era más amado para mí, lo que representaba mi mayor amor e ilusión en la vida: mi familia. Dios tenía razón una vez más.
El Señor siguió hablando a mi corazón. Me decía: «Yo necesito de ti para salvar a otros. ¿Por qué empeñarte en empobrecer tu corazón para unos cuantos?» (sentía que se refería a mi familia, al esposo y los hijos que muchas veces quise tener). Yo experimentaba que tenía razón, que yo le amaba y quería ayudarle. Empecé a renunciar a todo lo que yo deseaba, consciente de que Él valía más que cualquier cosa. Y fui experimentando paz y gozo de poder ofrecerle mi vida. Finalmente dije: «¡Sí Señor, me consagro a Ti!»
Saliendo de esa oración, hablé con la Madre Isabel para decirle lo que me había pasado, lo que acababa de decidir.
Pensé que era necesario preparar a mi familia y a las personas con las que yo compartía, y tratar de apoyar lo más posible a mi casa. Y que era conveniente esperar un año y medio parar entrar. Y así fue. Durante ese tiempo estuve preparándome con la ayuda de la Madre Carmela (que era mi encargada del grupo de Jóvenes) en oración, para enfrentar toda tentación de desistir. Y finalmente, después de este tiempo, pude ingresar, con la gracia de Dios, el 4 de noviembre de 1989 a la edad de 24 años. Por fin, hice mis Votos Perpetuos el 4 de septiembre de 1994. Y ahora soy plenamente feliz como Discípula de Jesús.
TODO ESTO PARA LA MAYOR GLORIA DE DIOS
DATOS BIOGRÁFICOS
Mis padres son Sotero Hernández Granados (+) y Margarita Ruiz Méndez (+). Soy la segunda de 9 hermanos, la mayor de las mujeres. Mis hermanos son Sergio, Leticia, Baltazar, Miguel, Gloria, Carlos, Antonio y Concepción. Nací en la Ciudad de San Luis Potosí, S.L.P., el 28 de marzo de 1965. Fui bautizada el 17 de octubre del mismo año, a la edad de 7 meses, y confirmada a la edad de 4 años. Hice mi Primera Comunión a los 6 años, cuando cursaba el primer año de primaria en un Colegio de religiosas.
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