«Por la gracia de Dios soy lo que soy…» (1Co 15,10)
Isabel de la Cruz Crespo Ruiz
Nací en el bendito lugar del Rancho San José del Verde, del Municipio de Casas, en Tamaulipas, lugar que hasta la fecha guarda frescas las hazañas y correrías de los intrépidos misioneros que en la época de la colonia (1791) fundaron ahí una Misión Franciscana, y las vivencias de mis antepasados que con su ejemplo y coraje me ayudaron, por la gracia de Dios, a ser lo que soy.
Los primeros años de mi vida los pasé en ese ambiente campirano lleno de bellezas naturales, alegría, sencillez y religiosidad. Rodeada de padres, hermanos, tíos, primos, abuelita y demás parientes.
Lo mejor de todo fue haber tenido a Jesús Eucaristía tan cerca de mí desde niña, pues el sacerdote pasaba largas temporadas en el Rancho y así disfrutaba, además de todo lo anterior, de una vida religiosa muy intensa. Me encantaban las posadas, el ofrecimiento de flores en el mes de mayo y cada día por las tardes ir a visitar a Jesús Eucaristía y en las noches ir al rezo del Rosario con la abuelita, mi papá y los tíos.
En ese tiempo fui muy feliz. Aunque pasábamos estrechez económica, yo ni cuenta me daba; pues todo parecía mío (pues era de mi abuelita): el río, las montañas, los pajaritos, los frutos silvestres, las vacas… y todo lo disfrutaba intensamente. Corría descalza en compañía de mis hermanos(as) y primos(as) por el arroyo, los potreros, las veredas y las cañadas.
Compartiré estos versos que reflejan algo de mi vida en el campo:
ESTAMPAS DE MI INFANCIA
Nací entre las montañas
a orillas de un pequeño río
que con sus cantarinas aguas
me arrulló y me dio alegría.
Crecí entre montes y arroyos,
y en sus aguas cristalinas
y sus árboles frondosos
con sus aves cantarinas
me gozaba y divertía.
Buscando unos pajaritos,
cortando frutos silvestres,
bañándome en las aguas
del arroyo siempre alegre.
La casa de la abuelita
fue para mí el paraíso
con las vacas, los becerros,
árboles de frutos ricos
y los abundantes quesos.
¡Y la abuelita!
Oh, qué gran mujer,
llena de gracia y bondad,
ella me enseñó a rezar:
«Dulce Madre no te alejes»
con las manos bien juntitas.
¡El abuelo!
A él no lo conocí
porque dormía en el panteón
pero era tan presente ahí
para toda mi generación
pues era modelo allí
y en toda la región.
Y mis tías…
¡Ellas cómo trajinaban!
pues cosían y bordaban,
por supuesto cocinaban
y todo con maestría.
Por las mañanas íbamos al corral
más que a ayudar, a estorbar
y sobre todo a gritar:
«¡Güelita ya llegó la «vaca gata»!
Allá viene la golondrina
y la otra que es ladina…»
Y como a las tres de la tarde,
¡ah, qué alegría!
ir a ver a Jesús en la Eucaristía
y al rezo del Rosario
que nos enseñó la tía.
Y por las tardes,
casi para anochecer,
los chiquillos al corral
solíamos correr,
a jugar con los becerros
y a llevarlos a beber.
Y las muchachas, muy guapas,
se iban al ojo de agua,
para divertirse un poco
al ver a los muchachos
de paso y de reojo,
y acarrear un poco de agua.
Y cuando solía llover
¡Oh, qué alegría!
rezábamos a San Isidro
para que arreciara el agua
y así gran cosecha habría.
Y los truenos y relámpagos…
¡Esos no nos asustaban!
sólo era que los angelitos
chocaban con sus carritos
y hasta nos aluzaban.
Luego salíamos a jugar
entre las corrientes de agua,
a ver quien más se divertía
en los chorros de agua fría.
Y al final
nadie a su casa llegar quería
pues las mamás esperaban,
toda la ropa enlodada,
y de seguro al quitarla
nos darían una nalgada.
Por eso la solución
era ir con la abuelita
y ahí la linda viejita
bañaría de uno por uno
de la interminable fila
que no faltara ninguno.
Y en la noche ya para dormir
mi hermana mayor nos rezaba
y papá y mamá nos decían
al pedir la bendición
Dios te bendiga, hija mía,
y te de su protección.
Mi madre, una mujer fuerte,
de decisiones seguras,
impulsos ingobernables
y corazón con ternura.
Buena administradora,
valiente y sin miedo a nadie,
alegre, franca y sincera,
fue un modelo de donaire.
Y mi padre,
hombre más noble y leal
no he conocido yo;
enérgico, fuerte y formal,
que a todos nos conquistó
desprendido y compartido
y siempre lleno de bondad.
Trabajador cual ninguno
siempre fue perseverante;
cuando traía la cosecha
con elotes, calabazas y sandías
era una gran alegría
pues era muy abundante
lo que él siempre traía.
Y así fue pasando mi infancia
con toda la bendición
de un Dios presente en todo
lo que hubo a mi alrededor.
Yo conocí a Dios en todo:
en el rezo de la abuela
y en la Santa Eucaristía,
y por cierto de algún modo
en la lluvia y la cosecha,
el canto de la paloma
y el animal que gemía.
En las estrellas del cielo
que nos hablan de un Dios
muy grande
y en el amor que mis padres
tenían al Dios Padre bueno.
Oh, Dios mío,
qué gran regalo fuiste
en todo lo que me diste;
gracias por esa infancia
que yo no merecía
pero por tu pura gracia
me llenaste de alegría.
Todo cambió cuando tuvimos que venirnos a estudiar a la ciudad. Se quedaba atrás mi paraíso para ir a un mundo desconocido, donde todo tenía dueño y todo tenía precio. Eso lastimó mi tierno corazón y sobre todo el desmembramiento de la familia, pues mi papá y algunos hermanos(as) se quedaban en el Rancho. Y así, a la edad de seis años, se inició mi éxodo, éxodo que aún no termina y que ahora vivo gozosa sirviendo al Señor; pero que no deja de ser un éxodo.
Desde esa edad yo me refugié en Jesús Eucaristía. Ya en Ciudad Victoria, mi hermana mayor nos llevaba a Misa y al Rosario todos los días y me fui enamorando de Él. Mis momentos más gozosos y de una experiencia profunda de su amor y de su paz, eran cuando platicaba con Jesús después de comulgar.
Inicié mis estudios de primaria en la escuelita del Rancho y los continué en la Escuela La Corregidora en Ciudad Victoria, Tamaulipas, donde fui formada por mis maestras con cariño y firmeza tanto en lo académico como en los buenos hábitos y valores humanos. Continué estudiando la Secundaria y la Normal Básica en la Escuela Secundaria Normal y Preparatoria del Estado, instituto educativo de gran trayectoria académica pero dirigido por maestros masones en su gran mayoría.
Ahí aprendí, además de la instrucción académica y valores humanos, a defender mi fe, pues algunos maestros nos decían entre otras cosas que Dios no existía, que no teníamos alma, que a la Virgen de Guadalupe la habían pintado los indios y en fin, muchos ataques más a mi fe; pero desde muy joven (13 años) les rebatía a mis maestros. Para esto consultaba con los sacerdotes que nos dirigían en la parroquia en los grupos de la Acción Católica y ellos nos ayudaban a defendernos aclarándonos dudas y prestándonos libros como La Religión Demostrada. Toda esta experiencia la vivía junto con mis hermanos(as) y primos(as).
Esos años de mi infancia y adolescencia fueron muy «llenos de Dios» en un ambiente muy sano, en la familia, la escuela, la Iglesia.
En la escuela no era muy participativa pero en la Iglesia lo daba todo, pues yo estaba enamorada de Jesús. Él era mi novio, mi amigo, mi todo. Desde niña participaba activamente en la Acción Católica. Después, de estudiante, organizábamos actividades con los jóvenes: misas, peregrinaciones, catequesis, etc. Con un equipo bien nutrido de hermanas, primas y amigas trabajábamos intensa y alegremente para Dios. Desde entonces decía que yo iba a ser «monjita.»
Mi proyecto de vida en ese tiempo era Ego Volo Sancta Esse (Yo quiero ser santa). Fue el propósito que escogí en el retiro de la Cuaresma de 1961. Lo escribía en Latín para poder escribirlo en todas partes y que nadie entendiera. Una vez en el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, le consagré a la Virgen mi vida por todos los jóvenes de México. También recuerdo que en mis horas libres en la escuela secundaria y normal, me gustaba ir a un rinconcito cerca del Sagrario a leer algún libro religioso en la Basílica de Nuestra Señora del Refugio. ¡Ah! pero también cuando veía a una novia muy bonita decía que me iba a casar. Considero que era una niña y adolescente normal, juguetona e inquieta y muy religiosa, pero de vez en cuando me gustaban los niños, especialmente los de ojos muy bonitos.
Cuando terminé la Normal Básica en junio de 1962, pensé: «¿Y ahora, qué hago? ¿Me voy de monja o me voy a trabajar?» Y creo que lo pensé algunos días y por fin decidí: «No, no me voy de monjita pues aún soy muy joven (tenía diecisiete años). Mejor voy a estudiar en la Normal Superior para trabajar en escuelas superiores, voy a ganar dinero para ayudar a mis papás, les voy a hacer una casa, voy a tener novio y a divertirme como una muchacha normal y después de todo eso, si me voy de monja, me voy sabiendo lo que tomo y sabiendo lo que dejo». Creo que Dios me inspiró eso, pues me parece una reflexión demasiado sensata para una joven de esa edad.
Y bueno, como Dios es muy respetuoso de nuestras decisiones y de nuestra libertad, así pasó todo. Así permitió que pasara.
La siguiente etapa de mi vida fue de experiencias muy diversas. Difícil porque a los diecisiete años salía por primera vez de mi mundo, de mi invernadero, a enfrentarme a la realidad sin la protección de mi familia y de mis sacerdotes formadores. ¡Ahora yo tenía que decidir! Y enfrentar un mundo con muchas cosas negativas que solo conocía de lejos. Muy alegre y muy plena porque me encantaba mi trabajo y disfrutaba de la acogida y la alegría de la gente tan generosa, gente bonita de la frontera de Tamaulipas que recuerdo con cariño.
En ese tiempo yo deseaba ser religiosa y leía libros sobre la vida consagrada, cuidaba de ir a Misa los domingos y rezar mi Rosario todos los días. Apoyaba en la parroquia los sábados con la Catequesis. Pero entré en un conflicto, pues también empezaron las fiestas, los bailes, los pretendientes y el mundo poco a poco me fue seduciendo. Los primeros cinco años seguía fiel a mis principios y costumbres religiosas, aunque hice a un lado mi decisión de ser «monjita» pues empecé a tener novio.
Después de ese tiempo me rebelé contra Dios porque yo no quería andar de un lado para otro trabajando. En seis años ya había recorrido cuatro lugares: había estado dos años en Valadeces, Tamaulipas; un año en el Rancho Los Ángeles del Municipio de Casas, Tamaulipas; dos años en el Ejido Santa Ana, Municipio de Victoria, Tamaulipas y en ese tiempo vivía en Río Bravo, Tamaulipas. Yo quería trabajar en Ciudad Victoria para vivir con mi familia, y como se lo pedía y se lo pedía a Dios y no me lo daba, presionada por mi soledad y mi impotencia un día me peleé con Él. Estaba hincada en mi cama para rezar antes de acostarme y por la ventana se veía la luna. Le dije a Dios: «Tú no existes, porque si existieras ya me hubieras dado lo que te pido. Mejor le voy a pedir a la luna, tal vez ella me escuche más que Tú». Según yo, iba a vivir sin Dios pues estaba enojada con Él y ya no visitaba el templo todos los días como antes. Pero al pasar los días, le dije a Dios: «Mira, si Tú no existes te voy a inventar, porque yo no puedo vivir sin Ti, pues aprendí a ser feliz contigo».
Pero tal parece que Dios pensó: «Mira, si no te gustan mis modos, agarra tu camino y vete». Porque de ahí en adelante poco a poco me fui alejando de Él. Ya no tenía el mismo gusto por las cosas de Dios. Además empezaba a tener «éxito» en mi trabajo. Trabajaba en la Escuela Secundaria Alfredo del Mazo en Río Bravo, Tamaulipas y como mis compañeros en su mayoría eran masones, yo pensé: «Ya no voy a ir tanto a la Iglesia porque eso me va a estorbar para que me sigan promoviendo en mi trabajo». Y sucedió lo que dice la Escritura: «Me dejaron a Mí, manantial de aguas vivas, y se hicieron cisternas agrietadas que no retienen el agua» (Jer 2,13). Hice a un lado al Señor, al amor de mis amores, para fabricarme ídolos. Ya no me importaban los intereses de Dios, sino que viví para satisfacer mis propios intereses. Y así dejé al Señor, manantial de paz, de amor, de luz, de sabiduría, etc. Y busqué eso en cisternas que nunca podían satisfacerme. Fui construyendo ídolos que adoraba, o sea los servía, los amaba, y como no me satisfacían, los botaba y me buscaba otro. Y así fui buscando primero en el dinero. Trabajaba mucho para ganar mucho, luego iba y me gastaba lo que quería. Me satisfacía un tiempo pero luego quería más pues ya no me gustaba lo que había comprado. Además yo veía que los compañeros que ganaban mucho dinero, vivían desordenadamente y no eran felices. Entonces me di cuenta de que ahí no estaba la felicidad. Y así busqué después en el trabajo, en las amistades, las fiestas, los novios, los viajes, el estudio y mi familia y nada me llenó. Nada me dio la felicidad que yo antes había vivido con Jesús.
Toda esta búsqueda fue dejando soledades, heridas, temores, resentimientos y demás experiencias negativas en mi corazón.
En un momento muy difícil emocionalmente busqué a Dios, pero fue como si le hablara a una pared que no escucha. No sé si porque yo no llevaba una actitud correcta al buscarlo o porque aún debía vivir más cosas lejos de Él. En esa desesperación alguien me habló del control mental método Silva y tomé unos cursos. Al principio eso me ayudó a salir de mi depresión, pero luego me desubicó totalmente, pues me hicieron creer que con mis «poderes mentales» yo no necesitaba a Dios.
Luego empecé a leer libros de Rosacruces, aunque por la gracia de Dios nunca ingresé a esa organización, y estas lecturas me llevaron a leer y creer doctrinas totalmente opuestas a nuestra fe cristiana como por ejemplo, que «Cristo es una de las tantas reencarnaciones de la mente universal, como Buda, Mahoma, Confucio, etc…» Con tristeza y dolor de corazón lo digo, llegué a ser hereje al admitir esas doctrinas.
En ese tiempo no iba a Misa, no frecuentaba los Sacramentos. ¡Qué pena! Me perdí una experiencia muy interesante de la Iglesia, la transición postconciliar, pero lo más triste fue que perdí mi relación con Dios. Sólo platicaba con Él de vez en cuando para retarlo o reclamarle. Yo pensaba que no necesitaba de Él, que yo podía determinar y lograr con mis «poderes mentales» lo que quisiera en mi vida. Ese fue mi más grande pecado.
Habían pasado diez años desde que salí a trabajar. En eso Dios permitió que regresara a trabajar a mi ciudad. El volver a estar en forma permanente en casa con mi familia, me obligó a ir a Misa y conservar un barniz de cristiana, de Católica. Mi corazón estaba vacío, solitario, y mi mente era una confusión espantosa. Yo quería conciliar la reencarnación con la resurrección.
Mi hermana mayor oraba y lloraba por mí, al ver lo que me pasaba. Y el Sr. Obispo de Ciudad Victoria en esa época me mandó un Nuevo Testamento con ella. Yo conocía muy bien el Evangelio y también el Pentateuco pues mi hermana me ponía a leerlo mucho desde niña. Y el Evangelio cada ocho días me lo explicaban muy bien en la reunión de Acción Católica. La Palabra de Dios me ayudó a salir de verdaderos peligros de fe en muchas ocasiones anteriores, pero en esa etapa por la que pasaba la Biblia ya no tenía fuerza ni sentido para mí. Empecé a leer el Evangelio y sobre todo a leer el Sermón de la Montaña donde dice: «Si te pegan en una mejilla, pon la otra». Yo decía: «Definitivamente Cristo está obsoleto, pasado de moda. Tal vez eso funcionaba en su época, pero no ahora». Así pasé unos dos años en los que todavía me quedaban mis últimos tres ídolos: el estudio, el trabajo y la familia.
Por fin, Dios tuvo misericordia de mí y en el verano de 1974 me dio la gracia de la conversión. Un buen día pensé: «¿Por qué soy tan tonta? ¿Por qué busco la felicidad donde no está si yo sé donde está? Voy a buscar las cosas de Dios que me hicieron tan feliz de niña y de adolescente». Así después de doce largos años en los que pasé de los intereses económicos a los sociales y afectivos, luego a los intelectuales, y después a los espirituales pero en forma equivocada en filosofías orientales y heréticas, por fin convencida de que en nada encontraba la felicidad, decidí buscar las cosas de Dios que me hacían muy feliz.
Fue el 14 de julio de 1974 el feliz día en el que en un retiro de Jornadas de Vida Cristiana me reencontré con Jesús, mi amado Señor, que yo por estúpida había abandonado. Fue una experiencia fuerte, real, en una Eucaristía, a la hora de la Comunión, me sentí frente a Él con la emoción de volver a sentirlo como en mis años de profunda relación con Él. Le dije emocionada y llena de lágrimas por el reencuentro que sí lo quería seguir. Pero en un tono altanero y retador le dije: «No quiero ser monja. A estas alturas, ya no tengo ni un pelo de monja. ¡Yo me quiero casar!»
Yo era como una tierra reseca, agrietada, sin agua. Estaba sedienta de su amor, de su Palabra que empezó a ser viva y eficaz para mí. Recuerdo que me despertaba en las madrugadas a seguir leyendo el Nuevo Testamento. Lo leí emocionada, viviendo cada frase, cada enseñanza de Jesús. ¡Ah! Y me encantaba ir a escuchar todos los días en la Misa de Catedral las homilías del Sr. Alfonso Hinojosa, obispo de la época en Ciudad Victoria, pues compartía la Palabra de Dios en toda su fuerza y sencillez. Me enrolé activamente en el grupo de Jornadas. Fue una experiencia de servicio pastoral muy intensa y fui dejando horas de trabajo en la secundaria nocturna que interferían con mis actividades en la Iglesia.
En agosto de ese año de 1974 fuimos a una reunión nacional de Jornadas a Campeche y ahí conocí a unos chavos carismáticos. Luego los encontramos de paseo por Cancún y ahí cerca, en Puerto Morelos, tuve mi primera reunión de oración a la orilla del mar. Fue una experiencia original e impactante de oración, pues por primera vez sentí la presencia de Dios muy real fuera del templo.
Llegando a Ciudad Victoria de regreso del viaje, iniciamos reuniones al estilo que habíamos aprendido de estos muchachos y por fin después de muchas vicisitudes y con la autorización del Sr. Obispo Alfonso Hinojosa invitamos al Padre Carrillo Alday y a Pepe Prado junto con Rosa María Yaca y Roberto Sosa, quienes nos fueron a dar el curso de evangelización inicial, y así empezó la Renovación Carismática en Ciudad Victoria, Tamaulipas el 25 de octubre de 1975. Al iniciarse estos grupos en Ciudad Victoria, me involucré intensamente en ellos, y cada día el Señor me iba dando más y más gusto por Él y por su obra.
El 9 de noviembre de ese año, mis papás cumplían un aniversario más de casados; y antes de empezar la Eucaristía de acción de gracias y al ver que faltaban varios de mis hermanos, le dije a Dios: «Señor ¿cuándo va a ser el día en que estemos toda la familia en torno a tu altar?» Y escuché su voz muy claramente dentro de mí que decía: «Necesito una víctima que se ofrezca por la familia» y yo le contesté: «Aquí estoy, Señor, yo me ofrezco… pero yo me quiero casar». Ahora se lo decía con una voz suave y con actitud humilde que trataba de ser convincente, pues yo sabía que eso era lo que me pedía, renunciar al matrimonio y consagrarme totalmente a Él.
Luché mucho conmigo misma y lloré mucho pensando que era imposible lo que Dios me pedía. No podía aceptar que tenía que dejar a mis padres, mi carrera, mi tierra, mis viajes, en fin, TODO. ¿Y si fracasaba y me tenía que regresar a mis casi 31 años? ¡Era para pensarlo muy bien! ¡Tonta de mí! Si hubiera sabido lo inmensamente feliz que iba a ser y todo lo que Dios en su fidelidad me iba retribuir de todo lo que dejaba, no lo hubiera pensado ni un minuto. Pero en fin, así es nuestra naturaleza terca y testaruda.
Por fin me decidí: «Bueno, voy a dejar todo y me voy a ir de religiosa». Empecé a escribirles a las Religiosas de la Cruz (de Conchita de Armida) por sugerencia del Padre Enrique Arcos, mi director espiritual en ese tiempo, pues yo había aprendido en Jornadas que la oración es la palanca que mueve al mundo y la mano de Dios, y pensaba que nada más importante había por hacer en la vida. Pensé que ellas eran mi mejor opción porque son contemplativas y oran de día y de noche. Pero en una de las cartas les pregunté que si iba a poder salir y me dijeron que sólo una vez y yo pensé: «No, yo aún tengo a mis papás y no puedo irme y no verlos más que una vez. Entonces pensé que eso no era para mí. Y, aunque no sabía dónde ni cómo, decidí que iba a ser una mujer consagrada a Dios.
En ese tiempo yo trabajaba en la Escuela Normal Federalizada y en la Normal Superior (había estudiado Historia en los veranos en la Normal Superior de México desde 1965 hasta 1970) y yo me relacionaba con muchos compañeros varones, entonces yo sentí que necesitaba un signo externo de que era una mujer consagrada, separada para Dios y le pedí al Señor que me lo diera. En esos días una alumna de la Normal me dijo: «Mire maestra, me encontré este anillo. Se lo regalo». Era de oro blanco de 14 kl. Así como yo había imaginado sería mi argolla si un día me casaba.
Fui con mi director espiritual, el Padre Arcos, y le dije que me lo bendijera, y lo hizo con el ritual de la consagración religiosa. Desde ese día que no recuerdo la fecha, yo me sentía consagrada para Dios.
Por esos días, recibí una proposición de matrimonio. Un muchacho que había sido mi novio con el que yo pensaba casarme y que cuando más lo quería me dijo que ya no me quería y por lo que sufrí mucho, volvió a buscarme y a pedirme que me casara con él. Eso sirvió para afirmarme en mi decisión y le dije: «Cásate pues yo ya decidí ser una mujer consagrada a Dios. Ya sea en mi casa o en el convento, solo seré para Dios».
Yo seguía participando intensamente en los grupos de la Renovación Carismática pero por nuestra inmadurez, hicimos muchas «travesuras» y el Sr. Alfonso Hinojosa nos mandó a Matamoros a conocer a un «Padre Pablito» que sabía mucho de la Renovación. Así asistí a un Congreso de la Renovación organizado por el Padre Pablo Cárdenas Cantú. El tenía un año (1975) de permiso en la Orden Franciscana y se había dedicado a iniciar grupos de Renovación Carismática en diferentes lugares, especialmente en Matamoros y Reynosa, Tamaulipas. Así lo conocí el día 21 de febrero de 1976. Me pareció un hombre muy de Dios pero de pocas palabras y esto último no me gustó mucho pues yo hablaba «hasta por los codos». Aunque sí me impactó. Él nos visitó luego en Ciudad Victoria, nos dio unas charlas y se regresó a Guadalajara pues ya iba a reintegrarse a la Orden.
Después, allá por el mes de junio de 1976, le escribió al Padre Arcos (que era el encargado del grupo) invitándonos a todos a asistir en el verano a un curso de Biblia en el Convento Franciscano de El Izote, en el Estado de Nayarit, donde él estaba. Yo estaba pasando por una época difícil en mi vida de oración y esa invitación me cayó como «anillo al dedo». Nos organizamos para asistir y todo el mes de agosto estuvimos en El Izote. De Ciudad Victoria, sólo asistimos una ancianita, la Sra. Halam, un muchacho, Abelardo -ahora el Padre Abelardo- y yo. Fue una experiencia muy hermosa de intensa oración y estudio de la Palabra. Ahí fue donde nuevamente el Señor me llamó a dejarlo todo. Un día en oración sentí que yo era como la pieza de un rompecabezas. Esta pieza había querido embonar en muchos lugares y por más que trataba de acomodarse, no podía pues no era su lugar. Y oí una voz que me decía: «Por fin has encontrado tu lugar». Yo veía en mi imaginación como esa pieza se acomodaba. Hablé con Padre Pablo y le dije que Dios me estaba llamando a dejar todo. Él me dijo que también otros hermanos estaban sintiendo lo mismo. Un día nos reunió y nos dijo: «Vayan a su tierra, quemen sus naves y luego se vienen». ¡Qué fácil se dice pero qué difícil es hacerlo! Yo regresé a mi casa decidida pero no podía hacerlo. Me sentía como un árbol muy frondoso y con raíces muy profundas… ¡Qué difícil arrancarlo!
Por fin después de mucho luchar con mis temores y mis dudas; con mi familia y amistades pues nadie quería que lo hiciera, nadie entendía, renuncié a mi trabajo, pedí al Sr. Alfonso Hinojosa, Obispo de Ciudad Victoria, su bendición, y el 1 de noviembre de 1976 salí rumbo al convento Franciscano de El Izote en Tepic, Nayarit.
Fue un momento crucial en mi vida, definitivo, decisivo. Le doy gracias a Dios que me dio la gracia para hacerlo. En ese tiempo mi cita favorita era: «Me sedujiste, Yahveh, y me dejé seducir. Fuiste más fuerte que yo y me venciste. He sido la irrisión cotidiana. Todos se burlan de mí…» (Jer 20,7).
En efecto nadie entendía las motivaciones que yo tenía para tomar esa decisión y hubo mil comentarios desfavorables para mí. Pero yo le decía al Señor: «No me sueltes Señor, pues ya no tengo nada en que apoyarme. Solo te tengo a Ti». El 11 de noviembre de ese mismo año de 1976 cambiaron a Padre Pablo a San Luis Potosí y nos fuimos con él. Y así empezó esta aventura… ¡Esta gran aventura! Ha sido una verdadera locura, una locura de amor. He caminado confiada sólo en Dios. Ha sido como aventarse de un rascacielos con los ojos vendados y sin paracaídas, sin saber a donde caer, pero confiada de que caeré en las manos amorosas de Dios.
Esto no ha sido nada fácil. La cruz pesa, la cruz cala, y a veces demasiado. Sobre todo cuando pasa la emoción del principio y empieza uno a aterrizar y a darse cuenta de lo que ha dejado, de lo que aún desea y no puede tener. También cuando empieza la purificación y la prueba por las que pasa todo el que sigue al Señor, cuando asedia el pecado y la infidelidad. Recuerdo una vez, como dos años después de haberme venido, y cansada por la renuncia y la lucha interior, un día muy enojada y resentida llorando le reclamé a Dios y le dije: «¿Por qué, por qué me quitas todo lo que quiero? Me quitaste novio, familia, trabajo, mi tierra, todo. ¿Por qué no te conformas con poquito? No, Tú lo quieres todo. ¿Qué te costaba haberme dejado con mi familia, con mi trabajo de medio tiempo, dedicándote a Ti todo lo demás? Pero no, lo quieres todo, ¡todo!». Yo seguía llorando con amargura, con resentimiento y coraje con Dios. Entonces oí una voz que en mi interior me decía: «¿Cuántos años vas a vivir, cien, setenta, cincuenta? ¿Qué es eso en comparación con una eternidad? ¿No puedes renunciar a ellos estos años para tenerlos una eternidad conmigo? ¿Los quieres mucho? Yo también amaba mucho a mi Padre y lo dejé para venir a morir en la cruz por ti. ¿No puedes tu morir para que otros vivan?» Me quedé callada sin saber qué contestar y después le dije: «Está bien. Acepto. Acepto renunciar a todo, pero quiero que un día todos los que yo amo estén contigo en el cielo». Y así quedamos apalabrados. Sentí como si Él hubiera dicho: «Trato hecho».
Esto me ha servido mucho, pues cuando la cruz ha pesado demasiado y he estado a punto de salir corriendo con ganas de no volver nunca, recuerdo esto y digo: «No, no puedo olvidar el trato hecho. No puedo perder lo ganado. Y eso me sostiene firme. Pero lo que más firmeza me da es el estar enamorada de Jesús y a Él le pido la gracia de amarlo más y más cada día.
Quiero compartir estos versos que el 5 de noviembre de 1987 me inspiró el Señor y que describen un poco esta experiencia:
Cuando yo te conocí
nunca, nunca imaginé
lo que iba a vivir contigo.
Era la voz de un amigo
que me invitaba a vivir
una aventura arriesgada
que no podría definir.
Yo no sabría describir
cómo ha sucedido todo.
Pero he aprendido a vivir
en tu estilo y a tu modo.
¡Oh, Señor!
Cuán feliz he sido contigo,
pues los intensos dolores
que por tu amor he vivido,
vale la pena vivirlos
por disfrutar tus amores.
Por último quiero decir algo sobre la Virgen María en mi vida.
Yo creo que a Ella le debo mi vocación, pues mi abuelita se la pasaba rezando y rezando Rosarios todo el día. Decía que «por toda su descendencia» (somos 75 nietos), para que todos fuéramos al cielo. También creo que mi mamá me consagró a la Santísima Virgen desde niña, pues siempre la he sentido muy cerca a través de toda mi vida.
Ahora recuerdo que cuando tenía 20 años recibí la primera proposición de matrimonio. Yo me sentía muy joven para casarme y muy insegura de tomar esa decisión, ya que no sabía si eso era lo que Dios quería para mi vida. Entonces recurrí a la Virgen. Me acuerdo que le rezaba un Rosario en la mañana, otro a medio día y otro en la tarde, hincada con mucho fervor le decía: «Virgencita, ayúdame a descubrir la voluntad de Dios. Si el plan de Dios es que me case con ese muchacho, que haya convicción en mi corazón; pero si no, que se aleje de mi vida. ¡Quítamelo!» Creo que no duré más de 15 días haciéndolo. Fue muy efectivo porque nunca más volví a saber de ese muchacho.
Ella ha sido a través de mi vida mi Madre, mi Maestra, mi Amiga, mi Consejera, mi mejor intercesora y mi protectora. Ahora más que nunca la siento más cerca de mí y de este Instituto como la Primera Discípula de Jesús, Madre, Maestra y Modelo para todas nosotras, quien cuida siempre de nuestra consagración.
Después de todos estos años de iniciada esta gran aventura, puedo dar testimonio de la fidelidad de Dios y su don de perseverancia en mi vida, el cual le pido que me lo de por siempre.
Por la gracia de Dios me ha tocado ser co-fundadora con el Padre Pablo Cárdenas Cantú O.F.M. de esta obra Discípulas de Jesús. Trabajé intensamente en la formación y crecimiento de la Comunidad Nueva Alianza de San Luis Potosí por 15 años.
Las primeras hermanas del Instituto de Vida Consagrada Discípulas de Jesús somos la Madre María del Carmen Crespo Martínez y una servidora. Hicimos los votos perpetuos privados el 18 de mayo de 1986. Nuestro Instituto nació con otras dos obras fundadas también por el Padre Pablo: los Discípulos de Jesús y la Comunidad Nueva Alianza de San Luis Potosí.
Por la gracia de Dios recibimos la aprobación canónica como Instituto de Vida Consagrada de Derecho Diocesano de manos del Excelentísimo Sr. Arzobispo Don Luis Morales el día 12 de junio de 1999 en la Santa Iglesia Catedral Metropolitana de San Luis Potosí y ese día hicimos nuestros votos perpetuos públicos. El Señor nos ha bendecido abundantemente con toda clase de bienes materiales y espirituales y sólo me resta cantar con el salmista:
«¿Cómo le pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?
Alzaré siempre la copa de la salvación e invocaré su nombre.
En su presencia caminaré, cumpliré mis votos a Yahveh.
¡Sí en presencia de todo su pueblo!
Vuelve alma mía al reposo, recobra tu calma
porque el Señor es bueno en cuanto ha hecho por ti:
te ha librado de la muerte, de la caída tus pasos…
Cumple con fidelidad tu promesa al Señor.
¡Gracias Dios, por tu amor!»
(Salmo 116, 12. 13. 18. 7. 8.)
¡Que el Señor sea glorificado con este testimonio, el cual escribo para su gloria y para que se sepa que Él está vivo y que su amor y su fidelidad duran por siempre!
DAD GLORIA AL SEÑOR AHORA Y POR SIEMPRE
DATOS BIOGRÁFICOS
Nací el 26 de noviembre de 1944 en el Rancho San José del Verde del Municipio de Casas en Tamaulipas, México. Mis padres, que en la gloria de Dios estén, son J. Refugio Crespo Martínez y María Bartolomé Ruiz Ortíz de Crespo. Soy la sexta de nueve hermanos: J. Refugio, Ramón, José S., María Atala, María Antonia, Virginia (es mi nombre de pila), María Bartolomé, Heladio, Josefina. Fui bautizada en la humilde Capillita del Rancho el 25 de diciembre del mismo año por el Señor Cura Isaías García y confirmada en la Basílica de Nuestra Señora del Refugio en Ciudad Victoria por el Excelentísimo Señor Obispo Serafín María Armora y González el 13 de noviembre de 1947. Y la Primera Comunión la recibí el 30 de enero de 1952 de manos del Sr. Cura Rafael Echavarría López en el mismo lugar.
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