Durante esos días nadie me habló de la vocación, y me sentí libre de escuchar la voz de Dios….
María José Vega Cervantes
Mi Nombre es María José Vega Cervantes y soy el fruto del matrimonio de Rosendo Vega Guerrero (Q.P.D.) y Martha Patricia Cervantes Cano. Tengo un Hermano se llama Juan Cruz Cervantes, es 7 años menor.
A mis 15 años recibí mi evangelización en la Comunidad de la RCCES de la Santa Cruz en Querétaro. El haber recibido mi Kerygma en esos momento fue muy importante, fue la primera vez que me hablaron de un Dios amoroso que dio la vida de su Hijo por mí. Recuerdo aquella cita que quedó muy grabada no solo en mi cabeza sino también en mi corazón: «Tanto amó Dios al mundo que dio la vida de su único Hijo para que todo el que crea en Él no muera, sino tenga vida eterna» (Jn 3,16). Recién terminaba la secundaria y como cualquier joven tenía sueños, proyectos muy fijos.
Mi mamá fue quien me invitó a la Comunidad desde los 12 años pero yo no acepté, para mí era más importante estudiar. Quería ser una gran comunicóloga y debía esforzarme por lograrlo, nada me tenía que distraer, ese era mi pensamiento. Al salir de la secundaria mi mamá no desistía de que yo conociera a Dios, así que me hizo un reto: si lograba quedar en la preparatoria en la mañana yo iría a los grupos, y si no quedaba, jamás me volvería a decir nada. Yo acepté. Cuando hice mi examen conteste de tal manera que quedara en la tarde, pues sabía que mis calificaciones me ayudarían. Cuando entregaron los resultados la sorpresa fue que yo tenía un alto porcentaje por lo tanto había quedado en la mañana lo cual no entendía. Pero tuve que cumplir con mi palabra e ingresé a la Comunidad el día 14 de enero.
Los primeros temas que me dieron fueron los del Kerygma, para mí fue una revolución en todo mi ser. No comprendía como Dios me podía amar, mi mente no lograba comprenderlo pero mi corazón comenzaba a experimentarlo. No fue algo místico ni una revelación, solo fue como una semillita que fue creciendo, era un deseo de conocer a Dios, saber de Él.
Yo no sabía mucho de Dios, mi familia era católica pero digamos que solo de palabras, pero como mi anhelo de conocer más de Él crecía, asistí a varios encuentros de jóvenes. Ahí me invitaron a formar parte de un grupo juvenil, ingresé y ahí fue donde el Señor me empezó a preparar. Servía en la evangelización a jóvenes, iba de misiones 2 o 3 veces al año, cada vez crecía el anhelo de dar más de mí.
Recuerdo un momento de oración fuerte en el que yo le decía al Señor: «A mí háblame claro… ¿Qué es lo que quieres de mí?» Y solo sentía que Él me decía: «QUIERO TODO DE TI», y yo le decía: «¡Pero te estoy dando todo!»
Durante ese tiempo conocí a un joven, asistía a los grupos, pertenecía a un ministerio de música, era asiduo a la Eucaristía… en pocas palabras, era un hombre de Dios, el chico que toda joven desearía. Comenzamos a tratarnos y fue surgiendo una relación al punto de que nos hicimos novios. Fue una relación diferente a las de hoy en día, en nuestras pláticas el tema era Jesús, asistíamos a Misa, etc.
Tiempo después yo seguía experimentando esas palabras de Dios: «TE QUIERO A TI». Yo me sentía extraña, sentía como si le estuviera faltando a mi novio, pues mi pensamiento era vivir con Dios, para Él. Hablamos y yo le conté lo que sentía y le dije que no podía seguir así. Recuerdo las palabras que me dijo: “Contra Él no puedo competir porque sé que me ganará”. Así terminó esa etapa y esto fue lo que me animó a buscar la voluntad de Dios, o bueno, más bien a confirmar lo que Dios ya me había dicho pero yo no lograba comprender.
La vida consagrada no era algo que estuviera en mis planes. Durante una Hora Santa yo le dije al Señor: «Tú sabes lo que quiero, sabes que quiero ser periodista, trabajar y poder ayudar a mi familia, pero no se trata de lo que quiera yo sino de lo que Tú quieres de mí y para mí, así que te doy 6 meses para que me hables claro. Yo pondré todo de mi parte pero si en esos 6 meses no hablas claro yo seguiré luchando por mis sueños, daré por hecho que es lo que Tú también quieres».
Comencé a ir a retiros vocacionales, oraba con más fuerza, asistía a Misa las veces que me era posible, hasta que empecé un proceso con una congregación. Asistí a una experiencia con esas hermanas pensando que ese sería mi lugar, pues tenían espiritualidad carismática. Durante los 15 días que duró la experiencia Dios confirmó mi llamado. Fue una noche en la que estaba orando y el Señor me regalaba la cita de Oseas 2,21-23: «Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahvéh. Y sucederá aquel día que yo responderé -oráculo de Yahvéh-, responderé a los cielos, y ellos responderán a la tierra…» Dios confirmaba que me quería para Él en una forma esponsal, pero ahora el dilema era que yo comencé a sentir una sensación de incomodidad con las hermanas con las que estaba de experiencia, me sentía extraña, no comprendía.
Cuando regresé a Querétaro fue difícil pues nadie sabía de mi inquietud así que seguí sin decirle a nadie. Y esto fue volver a empezar a buscar y a orar, más que nada. Durante ese tiempo el Señor fue despojándome de todo lo que yo pensaba que era lo que quería, al asistir a la experiencia perdí mi lugar para la Universidad y esto rompió mi orgullo, perdí becas que para mí eran algo muy importante.
Así pasaron meses en donde pasé por un tiempo muy difícil, pues fue como si Dios se hubiera quedado callado, no experimentaba nada y comencé a pensar: «¿Me habré equivocado?» El silencio de Dios era muy fuerte, y al no escucharlo decidí volver a intentar estudiar. Volví a presentar examen y fui aceptada, me ofrecieron becas y cuando iba a aceptar… ¡Exacto…! El Señor rompió el silencio diciéndome: “Te dije que te quiero para mí, no lo hagas”.
En mí había una fuerte lucha pues me decía: «¿Qué pasa? ¿A qué estamos jugando Señor?» En ese momento fue cuando decidí decirle a mi mamá lo que me estaba pasando. Para ella fue un golpe muy fuerte, no lo quería aceptar, pero algo que siempre le agradeceré a Dios fue que a pesar de su dolor siempre me apoyó y con su apoyo volví a dejar pasar la oportunidad de estudiar.
Buscando aquel lugar que Dios había preparado para mí un día un hermano me contó sobre las Hermanas Discípulas de Jesús. Me decía que tenían espiritualidad carismática, que evangelizaban, y me enseñó unos videos. Mi corazón empezó a latir fuertemente pero sin saber nada más de ellas dije: «No, gracias, con ellas no». Por qué lo dije no lo sé, si ni siquiera las conocía.
Pero tiempo después recibí una invitación de una hermana Discípula de Jesús para asistir a un retiro vocacional en Semana Santa pero yo no podía ir; entonces me invitó al retiro del verano y tampoco podía por compromisos de mi apostolado, y finalmente me invitó a hacer una experiencia. Yo no quería ir, pues por primera vez tenía miedo. Pero creo y sé que fue el Espíritu Santo quien me dio fuerzas porque finalmente acepté, así que el 31 de agosto llegué a San Luis Potosí a la casa de San Agustín. Cuando llegué lo único que recuerdo que dije fue: “Heme aquí, que me has llamado”. Al entrar en la casa fue sentir como si siempre hubiera estado allí. Durante esos días nadie me habló de la vocación, y me sentí libre de escuchar la voz de Dios.
Al término de la experiencia, durante la comida comentábamos sobre mi viaje de regreso a casa y se me salió decir: “¡No me quiero ir!” Entonces la superiora de la casa me dijo: «Decídete y te mandamos a Victoria» (en Ciudad Victoria acababan de entrar las aspirantes). Yo me puse roja, sentí como si se me hubieran declarado. Después hablé con la Madre y le dije que sí quería ingresar, que sentía que Dios me decía que este era mi lugar… Cuál sería mi sorpresa: ella no solo aceptó, sino que me dijo que mi ingreso no sería en un año sino en menos de 2 meses, si la Madre Isabel (Superiora General) aceptaba que ingresara.
En cuanto regresé a mi casa la primera en saberlo fue mi mamá, a ella le di la noticia de que quería ser religiosa, y que ya me habían aceptado y que sería antes de lo que pensábamos. Siempre le daré gracias a Dios por lo que hizo en ella, por la fortaleza que le dio para que me apoyara incondicionalmente. Sabía que como a cualquier mamá le dolía, pero ella quería que yo fuera feliz haciendo la voluntad de Dios, así que siempre me apoyó, al igual que mi hermano que, antes de venirme me dijo llorando: «Hermana, tú tranquila. Yo cuidaré a mi mamá. Te quiero y te voy a extrañar pero sé que siempre estaré contigo y tú conmigo si permanecemos en Dios».
Así que el 21 de octubre de 2015, acompañada de mi familia (mamá, hermano y hermanas de la comunidad) llegué a este Instituto y antes de entrar le volví a decir al Señor: «¡Heme aquí que me has llamado!»
Durante este procesos nunca recibí una profecía, una revelación o un sueño… Al contrario, fue un proceso de desprendimiento, de dejar todo para ganar más, como dice San Pablo: «Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo…» (Flp 3,8).
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